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Putin buscaba lealtad y la encontró en África

BANGUI, República Centroafricana — En marzo, cuando la invasión rusa de Ucrania iniciaba su tercera semana, un diplomático ruso que se encontraba a unos 4830 kilómetros de distancia, en la República Centroafricana, hizo una visita inusual a la presidenta del máximo tribunal de ese país. Su mensaje fue contundente: el presidente pro-Kremlin del país debe permanecer en el cargo de manera indefinida.

Para eso, el diplomático, Yevgeny Migunov, segundo secretario de la embajada rusa, argumentó que el tribunal debía abolir la restricción constitucional que limita a dos los mandatos presidenciales. Insistió en que el presidente del país, Faustin-Archange Touadéra, quien está en su segundo mandato y se ha rodeado de mercenarios rusos, debía permanecer en el cargo por el bien del país.

“Me quedé absolutamente atónita”, recordó Danièle Darlan, de 70 años, quien en ese entonces era la presidenta del tribunal. “Les advertí que nuestra inestabilidad provenía de presidentes que querían hacer eternos sus mandatos”.

El ruso no se inmutó. Siete meses más tarde, en octubre, Darlan fue destituida por decreto presidencial con el fin de abrir el camino a un referéndum para rescribir la Constitución, aprobada en 2016, y abolir la limitación de mandatos. Eso consolidaría lo que un embajador occidental denominó el estatus de la República Centroafricana como “Estado vasallo” del Kremlin.

Con su invasión de Ucrania, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, desató un nuevo desorden en el mundo. Ucrania presenta su estrategia contra el vasallaje ruso como una lucha por la libertad universal, y esa causa ha resonado en Estados Unidos y Europa. Sin embargo, en la República Centroafricana, Rusia ya se ha salido con la suya, con escasa reacción occidental, y en la capital, Bangui, ya se exhibe un tipo diferente de victoria rusa.

Mercenarios rusos del mismo tenebroso Grupo Wagner, que ahora lucha en Ucrania, dominan la República Centroafricana, un país rico en oro y diamantes. Su impunidad parece total mientras se trasladan en vehículos sin identificación, con pasamontañas que les cubren la mitad del rostro y portando de manera abierta rifles automáticos. Los grandes intereses mineros y madereros que ahora controla Wagner son razón suficiente para explicar por qué Rusia no quiere amenazar a un gobierno complaciente.

Desde Bangui, donde las fuerzas de Wagner roban y amenazan, hasta Bria, en el centro del país, y Mbaiki, en el sur, vi mercenarios de Moscú por todas partes durante una estancia de dos semanas y media, a pesar de las presiones para vayan a combatir en Ucrania.

“Amenazan la estabilidad, socavan la buena gobernanza, despojan a los países de sus riquezas minerales, violan los derechos humanos”, declaró el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, sobre los operativos de Wagner durante una cumbre de líderes de Estados Unidos y África celebrada en Washington a mediados de diciembre.

Sin embargo, aunque se les teme, a menudo los rusos son recibidos como una presencia más eficaz en el mantenimiento de una paz frágil, a diferencia de los más de 14.500 cascos azules de las fuerzas de paz de las Naciones Unidas que se encuentran en este país devastado por la guerra desde 2014. Como en otros lugares del mundo en desarrollo, Occidente parece haber perdido el corazón y la mente de los ciudadanos. El enfoque del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, para esta época —la lucha entre la democracia y la autocracia en ascenso— resulta demasiado binario para una época de desafíos complejos. A pesar de la guerra en Ucrania, incluso debido a ella, los centroafricanos se muestran intensamente escépticos ante las lecciones sobre los “valores” occidentales.

La invasión de Ucrania de Putin y la espiral inflacionista han hecho más desesperada la complicada situación de esta nación sin salida al mar. Los precios de productos básicos como el aceite de cocina han subido un 50 por ciento o más. La gasolina ahora se vende en bidones o botellas de contrabando, pues las gasolineras carecen de ellos. El hambre está más extendida, en parte porque las agencias de la ONU a veces carecen de combustible para repartir alimentos.

Sin embargo, muchos centroafricanos no culpan a Rusia.

La invasión de Ucrania por el presidente Vladimir Putin ha hecho más desesperada una situación que ya lo era, pero muchos centroafricanos no culpan a Rusia.

Mercenarios rusos comprando en octubre en el Bangui Mall, un lujoso supermercado utilizado sobre todo por el personal de embajadas y organizaciones no gubernamentales con sede en el país.
Una iglesia ortodoxa rusa en Bangui

Cansados de la hipocresía y las promesas vacías de Occidente, enojados por la indiferencia que la guerra en África suscita en las capitales occidentales en comparación con la guerra en Ucrania, muchas de las personas que conocí se inclinaban por apoyar a Putin frente a sus antiguos colonizadores de París. Si la brutalidad rusa en Bucha o Mariúpol, Ucrania, horroriza a Occidente, la brutalidad rusa en la República Centroafricana se percibe de manera amplia como una ayuda para apaciguar un conflicto que ya dura una década.

África representará una cuarta parte de la humanidad en 2050. China extiende su influencia mediante enormes inversiones, construcciones y préstamos. Biden convocó la Cumbre de Líderes África-Estados Unidos “para construir sobre nuestros valores compartidos” y anunció 15.000 millones de dólares en nuevos acuerdos comerciales, mientras Occidente se esfuerza por ponerse al día y superar un legado de colonialismo.

La Rusia de Putin, por el contrario, nunca construye un puente, sino que es la maestra de los despiadados servicios de protección, el saqueo y la propaganda. Gana amigos a través del poder duro, ahora extendido a más de una decena de países africanos, incluidos Mali y Sudán. Como en Siria, su disposición a utilizar la fuerza garantiza el resultado que busca.

En marzo, solo 28 de los 54 países africanos votaron en las Naciones Unidas para condenar la invasión rusa de Ucrania, la misma escasa mayoría que posteriormente votó para condenar la anexión rusa de cuatro regiones ucranianas, lo que sugiere una creciente reticencia a aceptar un enfoque estadounidense de lo que está bien y lo que está mal.

“Cuando tu casa está ardiendo, no te importa el color del agua que usas para apagar el fuego”, dijo Honoré Bendoit, subprefecto de Bria, capital regional, a casi 450 kilómetros al noreste de Bangui. “Tenemos calma gracias a los rusos. Son violentos y eficientes”.

Eficaces, es decir, a la hora de destruir o dispersar a los grupos rebeldes que desde hace tiempo desestabilizan el país a través de una guerra intermitente que ha dejado decenas de miles de muertos desde 2012.

Cuando Touadéra fue elegido en 2016, tenía el control efectivo de cerca del 20 por ciento del país. A partir de 2017, desconfiado de su propio ejército y frustrado con una presencia militar francesa que juzgaba ineficaz, comenzó a recurrir a Rusia en un intento de restablecer el control sobre las zonas controladas por los rebeldes.

Ese año, las Naciones Unidas aprobó una oferta del Kremlin para enviar instructores militares a las Fuerzas Armadas Centroafricanas. Los instructores desarmados se convirtieron en los mercenarios armados de Wagner. El año pasado, un informe de la ONU encontró pruebas de “fuerza excesiva, asesinatos indiscriminados, ocupación de escuelas y saqueos a gran escala”.

En la actualidad, las tropas de choque de Wagner forman una guardia pretoriana para Touadéra, que también está protegido por las fuerzas ruandesas, a cambio de una licencia libre de impuestos para explotar y exportar diamantes, oro y madera de bosques vírgenes y de intereses mineros rusos en la región central del país.

“Hoy tenemos 5000 rusos en el país”, dijo en una entrevista Pascal Bida Koyagbele, ministro de Inversiones Estratégicas y hombre de confianza de Touadéra. “Gracias a ellos hemos recuperado el control del 97 por ciento de nuestro territorio”.

Esta cifra es muy discutida. Otro ministro habló recientemente de un control del 80 por ciento.

¿Y qué hay sobre los persistentes informes sobre la brutalidad rusa?, le pregunté a Koyagbele.

“En una guerra, como en Irak”, dijo, “pasan cosas”.

‘Nuestros socios son los rusos’

La República Centroafricana, un país ligeramente más grande que Ucrania, solo tiene dos semáforos. Ninguno de los dos funciona. Un alcalde de Bangui los instaló en 2008, pero eso fue antes de que la guerra, la violencia sectaria y los saqueos hicieran retroceder a la nación. Con el cableado robado, los semáforos se erigen como símbolos olvidados de un esfuerzo por progresar.

Cerca de allí, en las carreteras llenas de baches y sin asfaltar del que, según la ONU, es el tercer país más pobre del mundo, hay vallas publicitarias que anuncian un vodka “fabricado en el corazón de África con tecnología rusa”. El vodka, llamado Wa Na Wa, se vende en sobres de 30 centavos, y mientras fotografiaba uno de los anuncios, un hombre gritó improperios y me agarró por el cuello. Afirmó que el cartel era obra de su cuñado y exigió que le pagara.

Un anuncio de vodka llamado Wa Na Wa en Bangui dice que está “fabricado en el corazón de África con tecnología rusa”. El vodka se vende en sobres de 30 centavos.

En la avenida Prof. Faustin-Archange Touadéra —el presidente ya tiene una calle con su nombre— ocupa un lugar de honor una estatua recién instalada de cuatro soldados rusos armados que protegen a una mujer arrodillada con dos niños.

Soldados con boinas rojas de las Fuerzas Armadas Centroafricanas posan junto a ella para hacerse fotos. Pasan mujeres con fardos en la cabeza y bebés a la espalda. Cerca, un cartel anuncia Granit, una película financiada por Wagner que se estrenó hace un año y que muestra la heroicidad de los paramilitares rusos que defienden a Touadéra.

A orillas del río Oubangui, Rusia abrió un centro cultural que ofrece un carrusel para niños, clases de ruso para adultos y proyecciones de películas. Se encuentra a medio camino entre las embajadas francesa y rusa, un símbolo de la intensa competencia entre el antiguo colonizador de la República Centroafricana en París y su actual amo en Moscú.

Como señal de la creciente animosidad de este conflicto, Yevgeny Prigozhin, el magnate ruso que dirige el Grupo Wagner y es cercano a Putin, acusó a Francia recientemente de enviar un paquete bomba que hirió gravemente a Dimitri Sytyi, que según funcionarios occidentales supervisa la extracción y el envío de diamantes de Wagner en la República Centroafricana. Francia rechazó la acusación.

La propaganda rusa es un asalto implacable y antioccidental, en gran parte canalizado a través de la popular Radio Lengo Songo. Marcelin Eenjikele, periodista de la emisora, me dijo que no podía dejarme entrar en el recinto amurallado de la radio porque “tenemos que pedir permiso a nuestros controladores rusos”.

Un colega suyo, que no quiso dar su nombre, gritó: “Somos una nueva generación. El espíritu de dominación y la Guerra Fría se han acabado para nosotros. No aceptamos su visión del mundo. Nuestros socios son los rusos”.

Cerca del centro cultural ruso, el restaurante Tourangelle tiene un bonito local con vistas al río. El 15 de mayo, cinco mercenarios rusos armados aparecieron a las 22:30 y exigieron bebidas. Cuando el guardia nocturno les explicó que era demasiado tarde, le propinaron tal paliza que orinó sangre y tuvo que ser hospitalizado.

El centro cultural ruso en Bangui. Se encuentra a medio camino entre las embajadas francesa y rusa.
Vista del río Oubangui desde el restaurante La Tourangelle en Bangui
El guardia nocturno de La Tourangelle fue golpeado por un grupo de cinco mercenarios rusos en mayo.

“Le dieron una patada en los genitales”, me contó el propietario, Nzimbi Yele. “Teníamos la bandera de Ucrania colgada aquí, la arrancaron. Se limpiaron las manos en la bandera estadounidense. Hablé con la embajada rusa y con la policía. No hubo reacción, ninguna”.

Cuando pregunté por el Grupo Wagner, Yele dijo: “A los africanos nos ven como a hojas muertas”.

Una solicitud de reunión con Touadéra para hablar de la presencia de Wagner, transmitida a través de Koyagbele, ministro del gobierno, no obtuvo respuesta.

No respondieron a una solicitud de reunión con Touadéra, transmitida a través de Koyagbele, ministro del gobierno, para hablar de la presencia de Wagner.

En respuesta a las preguntas sobre el tamaño, la violencia y el propósito político del Grupo Wagner en la República Centroafricana, Prigozhin respondió: “Todas sus preguntas son provocadoras. Si están dispuestos a ofrecer garantías legalmente formalizadas para la publicación de mis respuestas en su totalidad, entonces estoy dispuesto a hacer comentarios”. Una oferta de su oficina de comunicación para enviar un contrato con ese fin fue rechazada.

Un cementerio en Bangui. La República Centroafricana es independiente de Francia desde 1960.

‘Los rusos matan. Eso es diferente’

Rara vez estable desde su independencia de Francia en 1960, la República Centroafricana, una nación de golpes de Estado y rebeliones crónicas que sufre la porosidad de sus fronteras y la calamitosa gobernanza de los cargos públicos en beneficio privado, se precipitó en diciembre de 2012 en algo parecido a una guerra a gran escala.

A lo largo de la década siguiente, se ha enconado un conflicto de múltiples capas en el que participan más de una decena de grupos armados y, desde 2014, una fuerza de mantenimiento de la paz de la ONU con un presupuesto anual de 1100 millones de dólares. Ha sido a la vez una lucha por el poder, un conflicto religioso entre cristianos y la minoría musulmana, una batalla por el control de los recursos y una guerra por poderes de vecinos codiciosos.

El conflicto perdura, pero en clave menor por ahora. Lizbeth Cullity, jefa adjunta estadounidense de la Misión de la ONU, describió un conflicto de bajo nivel de “golpear y huir, esconderse y buscar”, con grupos armados que se retiran a la selva y reaparecen. “Lo que tenemos no es ni guerra ni paz”, afirmó.

En la actualidad, de una población de 6,1 millones de habitantes, 700.000 son refugiados en otros países, 430.000 desplazados internos y 3,4 millones necesitan ayuda humanitaria, en lo que Isabella Leyh, de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU en Bangui, denominó “la más olvidada de las crisis olvidadas”.

Los residentes escuchan a los oficiales de mantenimiento de la paz de la ONU durante una patrulla rutinaria en noviembre en Bangui.
Un vendedor ambulante vende combustible en octubre frente a la sede de las Naciones Unidas en Bangui.
Trabajadores pintando un paso de peatones en un barrio residencial en octubre en Bangui.

Cualquiera que vuele a la República Centroafricana sale de un aeropuerto internacional improvisado por un camino de tierra lleno de baches que atraviesa un mercado donde los techos de chapa ondulada, las llantas viejas y los despojos relucientes se derraman sobre la tierra rojiza. La capital es el único lugar con red eléctrica en todo el país. Funciona de forma intermitente.

La desnutrición, la falta de agua y el miedo legado por la guerra dejan su huella en unos ojos hundidos e inyectados en sangre. Las penurias están grabadas en cada frente arrugada de un país donde el 71 por ciento de la población vive con menos de 1,90 dólares al día, según cálculos de las Naciones Unidas.

Las fuerzas de paz de la ONU salvan vidas, pero, limitadas por sus estrictas normas de intervención, no han podido hacer más que poner una venda muy cara. No tienen una estrategia de salida aparente.

Trabajadores descargando arena del fondo del río Oubangui en noviembre para utilizarla en proyectos de construcción en Bangui.

En un campamento para 36.000 desplazados en Bria, entablé conversación con Flora Assangou, madre soltera de tres hijos, que estaba cortando leña. Me dijo que algún día volvería a su pueblo, pero solo cuando hubiera seguridad. Le pregunté por las fuerzas de paz de la ONU.

“Solo patrullan las zonas”, aseguró.

“¿Eso ayuda?”, le pregunté.

Se rio.

Cuando los grupos rebeldes matan a alguien, Assangou dijo que las fuerzas de paz de la ONU —conocidas como MINUSCA— “toman una fotografía”. Pero “los rusos matan”, añadió. “Eso es diferente. Nos trajo algo de paz”.

Peter Schaller, quien dirige la operación del Programa Mundial de Alimentos en Bangui, señaló: “Hemos pedido coordinación con los rusos, pero dicen que solo dependen del mandatario. Tienen poca o ninguna comunicación con nosotros”. Esto puede crear problemas. “A veces bloquean las comunicaciones por radio en las zonas en las que operan, y nuestro servicio aéreo se encuentra con que tiene que volar visualmente”.

Un niño vende paja en octubre en Bangui.
Un mercado en Bangui donde las mujeres vendían hojas y verduras en noviembre.
Una persona vende pescado en un mercado en Bangui, en octubre.

Schaller dijo que los mercenarios rusos roban regularmente combustible de los aviones en el aeropuerto de Bangui. Gerson Finarou, un destacado empresario, dijo que estuvo en el palacio presidencial hace tres meses y vio a “rusos llegar en vehículos sin matrícula, destrozar los surtidores y llevarse gasolina”.

No hubo respuesta del gobierno.

“Rusia vino con sus respuestas a un problema urgente”, dijo Jean-Serge Bokassa, ministro del Interior en el gobierno de Touadéra de 2016 a 2018, antes de desilusionarse. Es hijo de Jean-Bedel Bokassa, quien gobernó el país durante 14 años, dos de ellos como emperador autoproclamado. “Desgraciadamente, las respuestas incluyeron métodos detestables, y desgraciadamente hoy somos una colonia rusa”.

La colonia es un poco más tranquila.

“Vas a trabajar por la mañana y sabes que volverás por la tarde”, dijo Chanel Gana, quien trabaja en la fábrica de jabón Siriri de Bangui.

Musulmanes rezando ante una mezquita en octubre en Bangui.

‘Los rusos lo controlan todo’

Cuando un camión blindado ruso sin matrícula se acercaba a toda velocidad, Yves Oueama, nuestro conductor, viró bruscamente a la derecha. “Los vehículos de Wagner nunca ceden el paso”, afirmó. “Si no te apartas de su camino, estás acabado”.

La carretera trazaba una línea rojiza a través del bosque desde Bria hacia Bambari, unos 210 kilómetros al suroeste. La mina de oro rusa de Ndassima, cuyas reservas fueron descritas como “enormes” por diplomáticos occidentales en Bangui, se encuentra entre las dos ciudades.

“Los rusos lo controlan todo”, dijo Abdoul Aziz Sali, economista especializado en minería, y agregó que Wagner había creado empresas para explotar la región en busca de diamantes, oro y madera. “Son arrogantes y violentos. Cuando vienen a una reunión, ni siquiera se sientan”.

Ibrahima Dosso, jefe de la oficina del Programa Mundial de Alimentos de la ONU en Bria, supervisa el campamento donde decenas de miles de personas que han huido de la guerra se alojan en chozas improvisadas, dependiendo de la distribución de alimentos de la misión y, una vez cada dos meses, de unos 50 dólares en efectivo. La electricidad procede únicamente de generadores y el agua, de pozos.

A lo largo de la carretera a Bambari, los hombres caminan hacia campos lejanos portando machetes. Mujeres vestidas con telas de colores llamativos llevan cestas de plátanos.

Niños llevando a casa agua recogida de un pozo a las afueras de un campo de refugiados en noviembre en Bria.
Un bazar a las afueras del campo de refugiados de Bria
Personal de las Naciones Unidas en noviembre en Bria cargando un avión con ayuda humanitaria, alimentos y agua para ser reubicados en otro complejo de la ONU en el país.

En esta zona, y en la propia Bria, las fuerzas de Wagner, que tienen su base en las antiguas oficinas de una autoridad dedicada a la compra de diamantes, son una presencia impredecible.

Dosso rara vez sale de su oficina, pero ese día, acompañado por una unidad zambiana de la MINUSCA que le proporcionaba protección, se dirigió a una aldea llamada Ngoubi y me invitó a acompañarlo. Un camión transportaba frijoles, aceite de cocina y arroz de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional.

Los habitantes del pueblo se reunieron mientras los sacos se extendían sobre una lona azul. Antes de recibir la ayuda, los hombres firmaron una lista presionando con los dedos índices mojados en tinta azul; las mujeres usaron la roja. Cerca de dos tercios de los centroafricanos son analfabetos.

Lucienne Wapi, de 48 años y madre de doce hijos, dijo que era muy complicado encontrar lo suficiente para comer y esa situación les dificulta poder dormir. Tenía un nieto en brazos, con el estómago hinchado por el hambre. Le pregunté si había paz en la zona.

“La paz no es solo la ausencia de guerra”, explicó. “Si no como ni duermo bien, significa que no estoy en paz”.

La ciudad de Bria desemboca en un campo de refugiados que es un hervidero de chozas con estructuras de una sola habitación esparcidas por las colinas. Los cerdos se alimentan de basura mientras las mujeres peinan a sus pequeños.

La mayoría de la gente, que sigue teniendo miedo de volver a la tierra de la que huyeron, lleva aquí varios años.

Fidelia Nafara, de 15 años, llevaba en brazos a su bebé de 9 meses. Vive con sus padres y hermanos, ocho en una sola habitación. Huyeron de un pueblo situado a 112 kilómetros en 2014. El padre de su hijo es musulmán y desapareció después de que el padre de Fidelia, quien es cristiano, lo amenazara.

Fidelia Nafara, de 15 años, con su hijo de 9 meses a la espalda, cocinando frente a su casa en un campo de refugiados en noviembre en Bria.

Deambulando por el miserable campamento, con sus letrinas toscas y su basura olorosa, pensé en los millones de ucranianos que han huido de la guerra de Rusia a los brazos de un continente europeo rico que pensaba que la guerra había quedado atrás.

Ningún sitio es inmune a la guerra en Ucrania. Pero en gran parte del mundo tampoco ocupa un lugar central como en Occidente.

Cuando solo el seis por ciento de los hogares rurales disponen de saneamiento y menos de la mitad de los niños tienen certificado de nacimiento, el sufrimiento de los demás palidece.

La guerra en Ucrania ha cambiado muchas cosas, pero no el hecho de que cuando la gente debe pensar en su estómago, piensa en poco más.

Una retirada francesa

La embajada de Francia en Bangui está situada en un extenso terreno junto al río Oubangui. Se trata de una zona privilegiada, pero la embajada es un lugar conflictivo. El año pasado, un misterioso incendio en el último piso destruyó una octava parte del edificio. Este año, Jean-Marc Grosgurin, embajador francés, canceló la tradicional fiesta del 14 de julio, Día de la Bastilla, por las amenazas de movimientos juveniles prorrusos.

Huéspedes, en su mayoría extranjeros, disfrutan de la zona de piscinas del Hotel Ledger, el único hotel de cinco estrellas de la República Centroafricana, en el centro de Bangui.
Un anuncio de AirFrance frente a su sede en Bangui ofreciendo dos vuelos semanales a París.
Jean-Serge Bokassa, hijo de Jean-Bedel Bokassa, líder político y militar que fue el segundo presidente de la República Centroafricana, en su casa en noviembre en Bangui.

Francia terminó este mes la retirada de todas sus fuerzas de la República Centroafricana. Hace seis años, contaban con más de 1600 efectivos.

Cuando se le preguntó por esta decisión, el ministerio francés de las Fuerzas Armadas envió un comunicado en el que culpaba a las autoridades centroafricanas de haber elegido trabajar con un “actor no estatal, el Grupo Wagner, que de manera regular comete actos de violencia y abusos contra la población civil y es una empresa con ánimo de lucro cuyo modelo de negocio se basa en el saqueo de los recursos locales”.

En las embajadas occidentales se teme que Touadéra permita a los mercenarios de Wagner tomar el control del aeropuerto internacional, protegido por las últimas 130 tropas francesas. Por ahora, las fuerzas de la MINUSCA custodian el aeropuerto.

Hacia el final de mi estancia, conduje unos 80 kilómetros hacia el suroeste, hasta el extenso campamento militar de Berengo, una finca con pista de aterrizaje que perteneció a la familia Bokassa. El expresidente está enterrado allí, pero su tumba no puede ser visitada por los miembros de la familia porque Touadéra cedió la propiedad al Grupo Wagner. Pequeñas avionetas entran y salen transportando botín ruso.

Me detuve en la puerta y pregunté a un guardia centroafricano si podía entrar. Me abrió la puerta. Un ruso, con un pasamontañas que le tapaba el rostro hasta los ojos pálidos, salió blandiendo un fusil automático. Cuando le pregunté por la tumba de Bokassa, utilizó el rifle para hacerme un gesto de enfado y volvió a entrar.

La puerta se cerró de golpe. Rusia no quiere miradas indiscretas en sus invasiones no convencionales en África.

Un referéndum constitucional

El intento ruso de derogar la Constitución centroafricana —en realidad, un intento de reproducir en la República Centroafricana lo que Putin ha ideado para sí mismo en Rusia— fue dando sus frutos tras la reunión con Darlan en marzo. A finales de agosto, Touadéra anunció que había formado un comité para redactar una nueva Constitución porque “tanta gente ha alzado la voz para exigirla”.

Sin embargo, había subestimado a Darlan.

El 23 de septiembre, el Tribunal Constitucional dictaminó por unanimidad que los decretos presidenciales por los que se creaba el comité eran “inconstitucionales e inválidos”. Touadéra no pudo negar las palabras de su propio juramento, en las que se comprometía a no prolongar su presidencia más allá del límite de dos mandatos. Al no reunirse el Senado debido al aplazamiento de las elecciones, tal procedimiento era ilegal.

La sentencia provocó la furia contra Darlan de los partidarios de Touadéra que, a través de la Radio Lengo Songo, controlada por Rusia, y de diversos medios de comunicación social, convocaron a los manifestantes a las calles.

Esperando el transporte escolar en noviembre en Bangui.

Darlan me contó que se había reunido con el presidente una semana antes de la sentencia del tribunal. “Le pregunté: ‘¿Por qué tanta precipitación cuando aún le quedan más de tres años de mandato?’. El presidente dijo que ni él mismo lo entendía, pero que la gente tenía mucha prisa. Me miró y me dijo: ‘¿Cómo quiere que pare esto ahora?’”.

La iniciativa era difícil de parar, por supuesto, porque Moscú la había exigido, dijeron diplomáticos y funcionarios occidentales.

La embajada rusa, en una declaración escrita transmitida a través del Ministerio de Relaciones Exteriores en Moscú, confirmó que Migunov se había reunido con Darlan en marzo. Afirmó que “nunca trató con ella la cuestión de los mandatos presidenciales”, pero no dio ninguna indicación de por qué otra razón podría haber solicitado una reunión.

Darlan, cuyo mandato expiraba en 2024, fue destituida el 25 de octubre en lo que califica como una maniobra “grotesca”. El gobierno argumentó que ya no estaba calificada para dirigir el Tribunal Constitucional. Radio Bangui retransmitió su destitución mientras llegaba a su despacho.

Tres días después, el portavoz del Departamento de Estado, Ned Price, emitió un comunicado en el que afirmaba que Estados Unidos “observa con profunda preocupación” la “remoción” de Darlan. “La independencia judicial es un principio central de la democracia”, afirmó.

Fue una intervención poco habitual. Estados Unidos, que paga alrededor del 25 por ciento de los gastos de funcionamiento de la MINUSCA y la mayor parte de la ingente ayuda humanitaria que llega a la República Centroafricana, ha adoptado en general una postura discreta ante las depredaciones de Wagner en ese país, en consonancia con la discreta realpolitik de gran parte de la política exterior del gobierno Biden.

Soldados de mantenimiento de la paz de la ONU procedentes de Mauritania subiendo a una camioneta antes de un patrullaje en noviembre en Bangui.
Trabajadores en Bangui
Danièle Darlan, expresidenta del Tribunal Constitucional, en su casa en noviembre en Bangui

Este mes, dos senadores estadounidenses, Roger Wicker, republicano por el estado de Mississippi, y Benjamin Cardin, demócrata por Maryland, presentaron un proyecto de ley para designar a Wagner como grupo terrorista, citando, entre otras cosas, el tráfico y la violación de mujeres en la República Centroafricana. En respuesta, Prigozhin emitió un comunicado: “Nunca hemos traspasado los límites de lo permitido”.

Rusia, a través de Wagner, está claramente decidida a consolidar su poder. Los diplomáticos occidentales afirman que la presencia de Wagner se ha reducido desde la guerra de Ucrania —ya que algunos han sido enviados a combatir—, pero el control de Rusia sobre el país sigue siendo firme. La planificación del referéndum constitucional está en marcha.

Mathias Moruba, el jefe de la Autoridad Electoral Nacional, y Charles Lemasset, el funcionario responsable de la tecnología que controla el proceso de votación, fueron invitados a Rusia para una semana de instrucción sobre los procedimientos electorales en octubre.

“No es muy sutil”, dijo Darlan, quien está siendo protegida por fuerzas de paz de la ONU tras las amenazas contra su vida.

No está claro cuándo se celebrará el referéndum, pero su resultado parece tan seguro como los referendos celebrados recientemente en las cuatro regiones de Ucrania que Putin se anexionó. Las elecciones solo arrojan un resultado en el mundo controlado por Putin que Ucrania está luchando por derrotar.

“Correrá la sangre”, predijo Bokassa.

“Todo esto es peligroso”, dijo Darlan. “Porque si nos fijamos en nuestra historia, aventuras como esta nunca han terminado bien”.

Cerca de una iglesia ortodoxa rusa en Bangui.

Ivan Nechepurenko colaboró con este reportaje desde Tiflis, Georgia; y Tom Nouvian desde París.

Roger Cohen es el jefe del buró en París del Times. Fue columnista de 2009 a 2020. Ha trabajado para el Times por más de 30 años y ha sido corresponsal y editor en el extranjero. Criado en Sudáfrica y Gran Bretaña, es un estadounidense naturalizado. @NYTimesCohen


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